Desde hace tiempo, Mallorca atrae a un amplio rango de visitantes. Por un lado, ha cautivado a un flujo estable de gente pudiente o artística que se han enamorado de la isla y han elegido hacer en ella su hogar; o, al menos, comprar un refugio vacacional para pasar largos períodos. En el otro extremo, está la imagen de Mallorca con la que la prensa internacional se ha deleitado en llenar sus páginas, de resorts vacacionales masificados y morbosas historias de excesos alcohólicos e infortunios.
El turismo, obviamente, ha sido una importante fuente de ingresos desde el auge de mediados del siglo pasado. La explosión en el número de visitantes, gracias al fenómeno de los paquetes de vacaciones, llevó a una proliferación masiva de resorts de vacaciones y torres de hoteles. De hecho, Mallorca encabezó el aumento del turismo durante los años 60 y 70 y la isla floreció con el capital de los que buscaban vacaciones baratas de sol y sangría. Trajo empleos, una cierta seguridad económica e inversiones en la infraestructura de la isla. Parecía una situación perfecta.
Sin embargo, no es un secreto que una combinación de factores ha tenido como resultado una `sobreturificación’. Los efectos negativos de la industria en la isla, tanto en términos de imagen como de entorno, han alcanzado un punto crítico y han tenido que tratarse. Desde calles llenas de grafitis con sentimiento antiturístico hasta manifestaciones organizadas por residentes contrariados, el problema se deja ver.
De muchas formas, la muy criticada Magaluf se había convertido en símbolo de los peores excesos del turismo de la isla. Pero ahora se ha convertido en el foco de una campaña para el cambio de la zona, con desarrollos concertados, mayormente dirigidos por una inversión de 230 millones de euros de Melia Internacional. La denominación Calvià Beach se ha introducido gradualmente para marcar distancia con la devastada imagen de ‘Maga’.
También se han puesto bajo el microscopio los atractivos del turismo barato, criticándose específicamente a los hoteles todo incluido en relación con la cantidad ilimitada de alcohol que ofrecen. El Gobierno balear lo ha llamado un “asunto de salud pública” y se está considerando una prohibición. Además, se ha presentado una propuesta para prohibir los barcos de fiestas, otro símbolo del tipo de turismo del que la isla quiere desvincularse y se han introducido otras 64 regulaciones para hacer frente al comportamiento antisocial con elevadas multas.
Pero no se trata tan solo de implementar prohibiciones por doquier. De acuerdo con un informe reciente de Colliers International, se ha invertido más de un billón de euros en la renovación de hoteles de todas las islas baleares en los últimos tres años. Hoteles anticuados para el turismo medio se han convertido en establecimientos de cuatro y cinco estrellas y los restaurantes están siguiendo la misma tendencia. Además, se ha producido un distanciamiento de la típica escapada a la playa, con cada vez más fincas convertidas en alojamientos de agroturismo y con palacios en ruinas revitalizados como hoteles boutique.
La solución parece sencilla: calidad sobre cantidad. No es pedantería. No es solo reconocer que la isla que no necesita meter más y más gente, sino que la práctica no es sostenible. Los informes ya muestran resultados positivos: aunque los visitantes han bajado, el consumo ha subido. Y con todo lo que la isla depende del turismo, la evolución debe ser cuidadosamente gestionada para no poner en peligro el sustento de los residentes. Pero la mayoría está de acuerdo en que Mallorca puede perder estos ejemplos de turismo y moverse hacia un modelo que no solo es más sostenible, sino que muestra nuestra maravillosa isla bajo la positiva luz que se merece.
Fotos de Sara Savage