Cada vez son más los residentes en la isla que se inclinan por seguir los pasos de la población local: primero una casa en Santa Catalina y luego otra de campo en la Tramuntana. Los propietarios de una finca en la Mallorca interior tienen una casa de veraneo en Son Serra de Marina. Y el que puede, invierte en todo a la vez: un apartamento en la ciudad, una casa en la montaña y una villa junto al mar.
Quien conoce a los mallorquines sabe también que aquí se conoce todo el mundo. A través de la familia, el colegio y también el lugar de veraneo. En Mallorca, las vacaciones son largas y los niños no tienen colegio al menos durante dos meses. Los días se pasan en “sa Colònia”, abreviatura de la Colònia de Sant Jordi, o en “es Port”, en referencia al puerto de Pollença o de Sóller. Andratx o S’Arenal también son lugares tradicionales de veraneo. Ahí se forjan amistades de por vida.
“La vida de los mallorquines sigue sus propias normas”, dice Gabriel Matheu Noguera.
“La cultura de aquí es muy especial. No solo por cuestiones geográficas, la convivencia es muy estrecha, incluso limitada “, explica mientras sonríe. A lo largo de la historia, los valores en la isla han cambiado mucho, cosa que también se refleja en la jerarquía de las familias mallorquinas. “¡Todo lo que llegaba por mar traía desgracias a los isleños!”, recuerda Gabriel. “Piratas, enfermedades… y también alcohol, tabaco y medias”, dice con un guiño. Además, en la costa estaba la tierra que no podía cultivarse, así que no tenía ningún “valor”. Por eso el hijo mayor heredaba la finca del interior de la isla, mientras que las mujeres y los hermanos menores recibían los terrenos junto al mar.
Con el turismo de los años cincuenta, llegaron los primeros visitantes y entonces se produjo el bum inmobiliario. Los biquinis y el sol son fenómenos ajenos al mallorquín típico, que prefiere resguardarse a la sombra cuando el calor aprieta. Incluso hoy. Lo raro que era queda probado por las casetas de baño que aparecen en una foto de esa época de la playa Caló des Macs en Cas Català. “Eran tan grandes que no quedaba demasiado espacio en la playa”, señala Gabriel.
En la elección de su casa de verano, los mallorquines son básicamente prácticos y ésta no suele estar demasiado lejos de su primera residencia. Eso también tiene una explicación sencilla. “Ir de un extremo de la isla al otro era como dar la vuelta al mundo. No había trenes a casi ningún lado y cuando los había, eran tan lentos que uno podía darse un chapuzón en el mar mientras el tren hacía la parada en la estación”, prosigue Gabriel. Las distancias aún tienen hoy un significado diferente para el mallorquín, porque a diferencia de los habitantes de las grandes ciudades no tarda 30-45 minutos en ir al trabajo… ¡cada día! Esas distancias no son habituales ni siquiera para trasladarse a su lugar de vacaciones.
Durante generaciones, las familias mallorquinas se han repartido el tiempo en sus propiedades: la hermana pasaba el mes de julio en la casa de la playa y agosto era para el hermano. En algunos casos, sin embargo, el sistema no funciona: “En mi familia, era una pesadilla. Había quien no respetaba el acuerdo, quien aparecía de repente sin avisar, quien arrancaba árboles sin consultar”, recuerda una señora mallorquina. “Algunos hermanos invertían en el cuidado de la propiedad y otros no ponían ni un céntimo”. Por esos problemas, que son frecuentes, la propiedad acababa vendiéndose. También porque nadie quiere o puede ocuparse de toda la propiedad.
La vida se ha hecho más estresante y los costes son ahora más elevados. La responsabilidad de cuidar de varias residencias al mismo tiempo la asumen ahora los extranjeros, de Noruega, el Reino Unido, Alemania y Suecia. Y lo hacen con dedicación, porque la vida en la isla es un sueño, ¡en Palma, en un pueblo de montaña o junto al mar!