Cuando pensamos en Mallorca, habitualmente lo primero que nos viene a la mente es su belleza natural. Gracias a las majestuosas montañas que vertebran su escarpada costa septentrional, a sus maravillosas playas de arena dorada y a sus increíblemente pintorescas calas, durante mucho tiempo la isla ha sido considerada como un epítome de la naturaleza en estado puro. Sin embargo, esta belleza debe afrontar los efectos colaterales que conlleva la gran popularidad que ha adquirido la isla en los últimos años.
Obviamente, en Mallorca el fenómeno del turismo no constituye una novedad. De hecho, fue una de las pioneras del turismo de masas que dio comienzo en la década de los años 50. Para sacar partido de este periodo de expansión, la isla se embarcó en el desarrollo ilimitado de ciertas zonas, que dio como resultado la proliferación de feos hoteles de gran altura. Aunque su impacto fuera más estético que medioambiental, con el tiempo entraron en vigor estrictas leyes para frenar la construcción de estos esperpentos arquitectónicos situados en la costa.
Es posible que la amenaza a la que se enfrenta la isla en la actualidad no sea tan visible. Sin embargo, es potencialmente mucho más dañina y requiere que se adopten medidas contundentes. En 2017 el aeropuerto de Palma batió el récord de visitantes, con 13,9 millones de pasajeros, y la isla cerró el año con 46 millones de pernoctaciones. La población local, que asciende a tan solo un millón de personas, se triplica en temporada alta, lo que implica más residuos plásticos, más coches en las calles y más demanda de energía. Todo ello contribuye a que el medio ambiente de la isla se vea sometido a grandes presiones.
A pesar de que en el pasado se ha criticado a las autoridades debido a su inacción en lo que respecta al medio ambiente, a día de hoy se han dado algunos pasos que nos permiten albergar esperanzas. Así, en 2018 se ha duplicado la ecotasa o Impuesto de Turismo Sostenible que deben abonar los turistas, además de extender su aplicación a los pasajeros que viajan en cruceros. En teoría, esta medida debería reducir la demanda y permitir disponer de más fondos para hacer frente a los efectos del turismo.
Por su parte, a principios de este año el gobierno balear elaboró un borrador para prohibir la entrada en la isla de todos los coches diésel a partir de 2035 (al menos, a aquellos conductores que no sean residentes), regulando al mismo tiempo los subsidios a los vehículos eléctricos. Otras medidas respetuosas con el medio ambiente que afectan al transporte incluyen la ampliación del servicio de tranvía al aeropuerto, además de nuevas conexiones ferroviarias.
El Consejo de gobierno de Mallorca ha tomado pasos más drásticos. Así, ha aprobado el primer proyecto de ley para acabar con el uso “indiscriminado” de plásticos en la isla. La ambiciosa propuesta legislativa, que ha sido remitida al Parlamento, aspira a prohibir la utilización de plásticos no biodegradables de un solo uso antes del año 2020.
También recoge que, aunque en los últimos tiempos se haya realizado una importante inversión en los servicios de reciclaje de la isla, en el plazo de dos años todos los municipios deberán garantizar la puesta en funcionamiento de un centro de reciclaje a todos los residentes.
Aunque no cabe duda de que todas estas propuestas son muy loables, se trata de soluciones a largo plazo que no resuelven un problema que requiere una respuesta inmediata. Además, si tenemos en cuenta que el 80% de la economía de la isla se basa en el turismo, el equilibrio entre asegurar el sustento de sus habitantes y proteger el medio ambiente de la isla es, cuanto menos, delicado. En última instancia, todos debemos responsabilizarnos de la conservación de la isla.
Tanto si hemos nacido aquí como si somos residentes de larga duración o visitantes temporales, tenemos que analizar en qué medida repercuten nuestros comportamientos y nuestro estilo de vida en la isla para que todos podamos ser partícipes de la salvaguarda de su frágil belleza natural.